Paloma Martínez Lario
Es un lugar común decir que algunas criaturas de ficción literaria acaban siendo más poderosas que sus propios creadores porque llegan a adquirir, una vez fuera de la mente del escritor, una fuerte autonomía (recordemos al Augusto Pérez de Niebla o a los personajes de Pirandello que se rebelan ante su autor).
Muchas de estas criaturas acaban fagocitando a su creador. Pensemos en Alicia, Sherlock Holmes o Caperucita…Seguramente, emplearíamos un poco de tiempo en emparejarlos con Lewis Carrol, Conan Doyle y Perrault, a pesar de su popularidad… ¿Y no supera en esto Don Quijote a Don Miguel? Otro lugar común es hablar de la identificación de ciertos objetos o paisajes con sus padres literarios: ahí están la magdalena y Proust o La Mancha y Cervantes. Claro que fueron los románticos los primeros que sintieron con mayor agudeza que un lugar, ciudad, región, país, continente incluso, es a menudo el hilo conductor del relato, su leit motiv, el alma latente que puede influenciar definitivamente al autor y asumir absoluto protagonismo.
La identificación creador-criatura es una constante en la literatura: París es para siempre ya la fiesta intelectual y vitalista, el gran vientre diseccionado o la ciudad de alquímica catedral, por obra y gracia de Hemingway, Zola o Víctor Hugo. Londres no son sus espectáculos modernos ni tan siquiera sus museos sino las huellas brumosas de Sherlock Holmes o los salones decadentes por donde Óscar Wilde pasea su dandismo de época. Madrid es el hampa barojiana, las mujeres de Galdós o la gracia chulapona de los sainetes de Arniches. Barcelona es la ciudad febril y fabril que previó Ignacio Agustí y que reveló tan acertadamente Eduardo Mendoza. Galicia son las águilas blasonadas y las melancolías bradominianas de Valle-Inclán cuando no la húmeda nostalgia de Rosalía o las profundas fragas de Fernández Flórez. Andalucía es el luminoso patio sevillano en que Don Antonio sueña con la severa Castilla o la pena negra donde Lorca descubre una raza de camborios de antigua sangre y verde luna.
Unamuno, Azorín, Maeztu, Delibes, unos con pesimismo crítico, otros con deleite estético, elevan a categoría de símbolo una región que es ellos mismos y que ha dejado de ser heroica. La misma categoría a la que eleva Faulkner su tierra sureña que ya no será más el condado de Lafayette sino una impronunciable Yoknapatawpha, o Mateo Díez al hacer de un humilde territorio leonés su reino particular: Celama. Del mismo modo, Mark Twain permanece unido al Misisipi o a los blancos barcos de altas chimeneas llevándose rio abajo las tristezas negras del soul . García Márquez hace del poblado de Macondo la biblia del indigenismo y lo identifica para siempre con su propia historia y la de Hispanoamérica. Sicilia agoniza con Lampedusa y con una aristocracia rural que se desvanece bajo la fuerte luz del mare nostrum. Tarascón es la alegría meridional de Daudet; Dublín, el interiorismo de Joyce y la India, la espiritualidad extrovertida de Kipling o Tagore. Roma es la vieja metrópoli de palacios fellinianos y arrugada piel que acarician Moravia o Malaparte con el amor cálido y cansado de los dioses mediterráneos. Camus inmortaliza el norte de África- Orán, Tipasa- después de embriagarse con la vitalidad primaria del color. Gide se nutre desde el tunecino café Les esteres con imaginarios alimentos terrestres al tiempo que se complace desde sus escaleras con la belleza exótica de algún efebo…
¡Cuántos más lugares maravillosos me dejo en el tintero de mi ignorancia!
Pero no quisiera acabar esta vuelta al día en ochenta mundos sin rendir homenaje a la ciudad donde vivo. Me refiero a Toledo. Creo que pocas ciudades hay que reúnan en sí mismas los pensamientos y amores de toda clase de artistas.
Siguiendo el hilo de la literatura, recordemos que esta ciudad es citada por Cervantes en La ilustre fregona donde la califica nada menos como ”la mejor ciudad de España” y que Lope de Vega sitúa en ella su obra La judía de Toledo. Zorrilla da vida al Cristo de la Vega en su leyenda A buen juez, mejor testigo. Galdós tuvo la bella experiencia de vivir en una de sus calles-la de Santa Isabel- y así, en su Ángel Guerra nos cuenta que el protagonista “andaba por las iglesias toledanas buscando Grecos que eran su delicia”.
Y cómo no: Bécquer, cuyo proyecto de escribir la Historia de los templos de España, le dio la ocasión de pasar un año en la ciudad de las tres culturas. Durante su estancia el poeta recogió los materiales que le servirían para crear algunas de sus más bellas leyendas.
Es lo romántico-cristiano lo que captamos en el paseo becqueriano: lo femenino, presentido tras la misteriosa ventana en Tres fechas; la honra firmemente reparada por Don Pedro López de Ayala en El beso; las circunstancias casi parapsicológicas del duelo ante la imagen del farolillo, en El Cristo de la calavera; la fe popular que imagina la catedral como un gran bosque animado amenazando al culpable en La ajorca de oro; la intolerancia religiosa que transmuta en amores trágicos los del cristiano y la judía en La rosa de pasión…
Toledo es y está en Bécquer. Y en una estrecha calleja llamada Hospital de San Ildefonso, no en vano, un día el poeta plantó un laurel, que es símbolo de gloria y fama, para rendir admiración a una de las ciudades más literarias que existen.
* Paloma Martínez Lario es Catedrática de Lengua y Literatura Españolas
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