Texto de Mayte Medrano
"Llegué con una maleta, una hija de cuatro años y un bebé de dieciocho meses. Aquí me esperaba mi marido a quien no veía desde hacía un año. ¿El alemán? ¡Si no sabía ni leer en español...! Nunca vi por dónde se entraba al colegio, así que lo aprendí de oídas. Vinimos buscando una vida mejor y ahora sé que el dinero no lo es todo".
Así se presenta Juliana Haro de Aranjuez, que llegó a Alemania a comienzos de los años sesenta. Viajó hasta Essen "porque un día mi cuñado volvió a España con un sombrero y una gabardina". Contaba que en Alemania "se vivía muy bien" y "a nosotros en Madrid, que no nos daba para pagar la casa y alimentarnos, esa idea nos daba vueltas en la cabeza y al final decidimos probar suerte".
Su marido viajó con un contrato para poner baldosas en los parques y en las calles en esta ciudad de la Cuenca del Ruhr por 400 marcos mensuales. No era suficientea para enviar ayuda a la familia que esperaba en España, "así que decidí que, o todos judias o todos patatas, hice la maleta y me traje a las niñas en autobús. Desde la primera semana me puse manos a la obra porque yo sí llegué sin contrato".
"Hemos pasado mucho. No teníamos ni una manta, dormíamos en un colchón de esparto que si uno se daba la vuelta, el otro se caía. Yo, que no sabía leer, aprendí alemán antes que mi marido porque al menos trabajaba y estaba en contacto con la gente de aquí limpiando colegios y casas".
"Vinimos para mejorar nuestra calidad de vida". Pero el comienzo, en un país tan aturdido como era la Alemania de entonces, fue muy difícil. Para encontrar casa y ganarse el afecto de la gente "teníamos que tener mucha suerte". Ha tenido alguna mala experiencia pero, advierto, "luego he visto repetida en España con la llegada de todos los inmigrantes". "¡Qué barbaridad...!" lamenta.
Juliana reconoce que "he echado más lágrimas que pelos tengo en la cabeza y si no fuese por mis hijos, yo hace muchos años que hubiera vuelto a casa". Un país que dejó hace cincuenta años y en el que hoy "ya no me siento tan bien". Es algo extraño -confiesa- porque "la costumbre hace que vuelva a Alemania en Navidades para estar con mis hijos y quedarme allí se me hace cada vez más difícil..."
Media vida en la ciudad
Ahora mira Essen y la encuentra muy cambiada. "He de confesar que antes estabna más limpia, pero en cambio la gente se ha vuelto más cariñosa", o quizá ella ha aprendido a entender cada gesto. A su llegada, una trabajadora social de Cáritas y su cuñada, una alemana que hablaba español, le ayudaron con el registro y el seguro médico.
"Antes no me enteraba de nada y apenas había subsidios. Teníamos una ayuda para los hijos y cuando mi niño nació aquí me dieron un dinero cada mes que yo procuré ahorar para su futuro". Ahora las cosas son bien distintas y al curso de integración -subvencionado por el estado- se suman las ayudas para el alquiles, para el paro, incluso para los muebles o el impuesto de la televisión, de lo que se hace cargo en parte el propio gobierno de la región. "Yo dejaba a mis hijas en el Kindagarten -la guardería- que lo llevaban unas monjitas españolas y me iba a trabajar".
La primera casa se la vendió un alemán que sabía que en un año se la iban a tirar por las obras de ensanchamiento del tranvía. Se la dejó por 1.000 marcos. Una casa en ruinas de la que tuvieron que marcharse en un año.
La familia de Juliana acudió al ayuntamiento donde les dejaron "una casita de dos habitaciones, una cocina y un váter en la escalera". Y "ahí nos apañábamos, durmiendo todos juntos en una misma habitación. Aunque lo del váter en la escalera era algo normal, no vayas a creerte... Era una habitación en el piso intermedio que, a primera vista, parecía un armario empotrado", explica. Con los años, las cosa han cambiado dice sonriéndo y satisfecha.
Las niñas, por su parte, no tardaron en integrarse en la escuela, recuerda Juliana. Algunos, es cierto que les hicieron el vacío pero lograron estudiar lo que quisieron. Han estado desde niñas traduciendo a sus padres en la consulta del médico, en el mercado, con las vecinas...
¿Pensar en volver?
Era una cuestión de cinco años, para hacer un dinero y poder volver a España, advierte Juliana. Pero la idea de algo temporal fue desapariciendo y quedarse aquí era, sin saberlo, la única salida. Encontraron un buen sistema educativo y pensaron que sus hijas tendrían más facilidad para estudiar lo que ellas quisieran. En España su marido tampoco tenía posibilidades de trabajar en algo parecido a lo que aquí hacía y si volvían, sólo les sería posible trabajar en el campo.
Ahora, después del tiempo "me doy cuenta que todo no es ganar dinero, sino administrarlo". "Pero a pesar de todo, he sido feliz, a ratos", admite.
Así se pasaron más de cuarenta y nueve años. "A veces ponían películas de Manolo Escobar en la televisión y nos reuníamos todos", recuerda. Y los fines de semana se reunían en la Asociación de Españoles -como ahora lo hacen los nuevos que han llegado, comenta- para celebrar comidas, bailes y alguna fiesta.
Aprender nuevos oficios en un país ajeno
Alemania "era un país triste y yo parecía tonta porque no me enteraba de nada". Pero con trabajo consiguió hacerse hueco entre sus compañeras. Las mismas que en un principio le daban las zonas "más duras e incómodas para limpiar". Ellas eran veteranas y alemanas. Eso sí, "nunca me pagaron menos y las condiciones de trabajo siempre fueron iguales para todas". De hecho el sindicato le dio la razón en alguna ocasión porque aquí había normas y los derechos estaban más o menos salvaguardados.
"He trabajado con la cabeza y al jubilarme he podido ir de crucero, he estado en el Rocío, en las Canarias… porque he sabido administrar lo que entraba para dar de comer, mantenernos y, darnos algún capricho de vez en cuando, claro".
Los últimos años Juliana trabajó como funcionaria en la Biblioteca de la ciudad. Aún conserva amistades de esos años. Con el resto de españoles también mantiene algo de contacto pero los años y la vuelta de algunos a España ha enfriado la relación. Después de una vida dedicada a su familia, Juliana confiesa que hoy valora más la compañía de la gente que le rodea, de los vecinos para quienes le gusta cocinar y ayudar a todo el que la necesita. "Siempre me he considerado buena persona pero es verdad que con lo que hemos vivido, hemos aprendido a compartir y a ayudar a los demás sin esperar nada.
¡Gracias por compartir!
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