Ya sabía que esas manos iban a tocarme. Lo supe desde que apoyé la mía en el hierro del portón de madera para abrir las puertas de la iglesia y dejar que se colara la luz para proyectarse sobre el altar. Allí al fondo, rodeados de flores blancas, esperaban Gabriel y Minerva para darse el Sí quiero. Pero unos veinte bancos atrás, yo adivinaba sus ojos fijos en mi nuca. Mi cuello, desnudo por el moño que había construido una veinteañera en la peluquería durante toda la mañana, se derrumbaba por segundos para erizar mi piel, y al tiempo, yo imaginaba el juego de sus dedos.
No nos habíamos visto antes. Pero el tamaño de sus hombros, el mechón de pelo que caía ligero por su frente y sus manos grandes entrelazadas se me figuraban casi íntimos y aún no habíamos cruzado palabra.
Y como siempre me ocurre en estas circunstancias, me decidí por tomar un tiempo prudente para que me buscaran sus ojos y me hablara su boca durante todo el convite.
Una boda deliciosa. Minerva se había propuesto juntar a todas las amigas de la universidad y la idea me parecía muy emocionante. Diez años largos para resumirlos en una boda, con un banquete exquisito y todo el alcohol gratis… Por supuesto, las cinco amigas ocupábamos una mesa privilegiada entre tanto abuelo, tanta tía y tanto niño corriendo con las manos llenas de comida.
Y así fue que, después de unas charlas superficiales para contarnos nuestro ritmo de vida, volvimos a recordar aquellas clases y algunos amores del pasado que alguna tuvo a bien traer a la memoria durante la comida.
No sé bien si fue el alcohol, que ya empezaba a hacer mella, o si verdaderamente pude oír sus primeras palabras desde el fondo de la pista de baile. Entre faldas largas, vestidos de raso y alguna pamela, él se abría paso con dos copas. Y de nuevo, su mechón de pelo. Y su sonrisa.
Juro que oí cómo decía Llevo dos horas esperando porque sé que me buscas. Y una, que es educada y no gusta de hacerse esperar, sonreí como una cría –de esa de la que habían hablado mis antiguas compañeras durante la cena- y me retiré disculpándome.
A cada paso, el corazón más se aceleraba. No lo conocía pero ya sabía a qué sabía. Y esquivando a bailarines, un par de congas y algún brazo que me invitaba a unirme a otros dichosos bailes, logré llegar a su mano y sin mediar palabra, agradecí con un gesto el detalle de la copa. No diré que contenía. Tendréis que quedaros con la duda.
Pero después de un sorbo, él ya sabía que yo también quería jugar… De nuevo sin hablarle, salí despacio hasta la terraza del restaurante. Atrás podía oír sus pasos a pesar de la música, de las voces, de los brindis y de las risas de los novios. Yo sólo ansiaba tocarle…
¡Gracias por compartir!
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